Una aventura posible

Tuesday, June 26, 2007

Consigna de escritura con inclusión de palabras

Cazador cazado


Salido de entre las sombras un cazador oculto tras las plantas de la selva, trata de atrapar un conejo para satisfacer su paladar exquisito.
Al cabo de un tiempo ya aburrido de esperar salió a investigar, fue capturado por una tribu de indios, estuvo atrapado hasta que lo pasaron a una olla gigantesca, fue cocinado, comido y bebido. Solo quedó su prenda íntima, y un nombre propio que era clave para la liberación de su familia.
De repente, se escuchó un grito de guerra, era la primera escena de una batalla entre pueblos. Pero, aunque sintió un alivio pensando que lo iban a vengar solo fue un pueblo masacrado para alimentar a los ancianos y jóvenes.


Ezequiel Flores

Sunday, June 10, 2007

Como si estuvieras jugando, otra mirada

Eran las diez de la noche. Eso decía el gran reloj de la estación de trenes. Escuché que llegaba un tren, el último del día; puntual. Miré a mi hermano con algo de miedo, y él simplemente me asintió con la cabeza.
Desde el día en que Inesita empezó a venir con nosotros a la estación todo pareció mejorar. Comíamos mucho mejor que antes, y ya no teníamos que cazar pájaros. La gente nos daba monedas cuando mi hermanita se hacía la cieguita, y sin eso no sé que hubiéramos hecho.
Así pasaron días. Meses. Años, cinco para ser exacto, siempre yendo a la estación, esperando conseguir dinero. Pero, a medida que pasaba el tiempo e Inés crecía, ganábamos menos. Ahora, sin ella, resultaba casi imposible conseguir algo.
Miramos a la gente (que era poca) saliendo del último tren, y yendo cada quién por su camino. Nos escondimos detrás de unas columnas y esperamos a que la mayoría se fuera. A lo lejos vimos a una señora acomodando su cartera.
La abuela pasaba todo el día en la cama, su espalda le dolía mucho. Inesita estaba enferma. No sabíamos bien que tenía, pero estaba pálida y muy flaca. Nunca había estado mucho mejor, pero ahora estábamos seguros de que necesitaba alguna medicina o a un doctor. No teníamos nada para darle de comer.
Yo la miré desde mi escondite; parecía estar apurada, y se había retrasado en acomodar su cartera. Seguramente iba a tomarse un micro. Volví a mirar a mi hermano, y él me alcanzó uno de los fierros que tenía en la mano.
Recuerdo que un día mi mamá, si es que puedo llamarla así, vino a visitarnos. Pero era sólo para dejarnos a mi hermanita. Estaba muy cambiada, mi hermano y yo no la reconocimos al principio; dijo que nos iba a mandar plata todos los meses. Nos mintió, y nunca la volvimos a ver ni recibimos su dinero. Ahora mi abuela ni siquiera trataba de levantarse por el dolor, y esa bebita, hoy casi mujercita, escuálida y débil que mi mamá nos había dejado está muy enferma. Sólo tiene diez años, y hace cinco que empezó pedir plata en el tren. Poco menos que la mitad de su vida.
Todo fue idea de mi hermano. Caminando un poco encontramos unos fierros tirados de una vieja obra en construcción que se había cancelado. Sí, fue su idea. Pero yo no me opuse para nada.
Agarré lo más firmemente que pude el fierro, pero igualmente me temblaba la mano. Salimos de atrás de las columnas rápidamente, y nos dirigimos a la señora, que alzó la mirada, asustada.
Mi abuela me había enseñado a no robar. Pero... ¿cómo le puedo hacer caso a una mujer que hizo trabajar y mendigar a sus nietos? – Dame la cartera –le ordenó mi hermano a la mujer.
Yo mantenía el fierro en alto por si acaso, recordando los días en los que cazaba aves para vender en la estación, y cuando todo parecía estar bien.
Lila Ailén Ragusi